miércoles, 21 de junio de 2017
martes, 20 de junio de 2017
HOY martes 20 de junio, Día de la Bandera, en el barrio porteño de Caballito -Riglos 446- desde las 18 horas se presentará "En movimiento", diario de fotos del fotógrafo Gaspar Iwaniura Lorge. "Un diario que se hace como los diarios, y que se se imprime en máquinas gigantes que se parecen a los trenes y hacen ruido como los trenes...". Presentación y lanzamiento exclusivo en República Argentina, Hemisferio Sur, por única vez... ¡Son todos bienvenidos! :)
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En movimiento - presentación martes 22 e junio from Gaspar Iwaniura Lorge on Vimeo.
En movimiento - Presentación Buenos Aires 2017 from Gaspar Iwaniura Lorge on Vimeo.
En movimiento - diario de fotos from Gaspar Iwaniura Lorge on Vimeo.
lunes, 19 de junio de 2017
domingo, 18 de junio de 2017
HOY domingo 18 de junio es el cierre del Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (FIP) desde las 18 horas en el CCK. Finalizando su última jornada, estaré compartiendo algunos de mis poemas dominicales favoritos en una performance justamente titulada "Poemas dominicales favoritos". ¡Son todos bienvenidos, nos VAMos viendo, "nada sucede dos veces", muy feliz atardecer de domingo del Día del Padre & big VAM saludos de oro extensivos! :) FNDB
sábado, 17 de junio de 2017
HOY sábado 17 de junio el Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires transcurrirá desde las 18 horas en el CCK. Finalizando la anteúltima jornada, a las 21:45 en la Sala Federal, 6to Piso, estaré compartiendo la performance "¡VAM! Vuelta el mundo en vivo!" (Nicolás Domínguez Bedini lee poesía en vivo. Mariano Manza Esain y Pablo Reche musicalizan y fusionan sus estilos. Mariano Báez proyecta visuales.).¡Son todos bienvenidos, nos VAMos viendo, "nada sucede dos veces", muy buen fin de semana & big VAM saludos extensivos! :) FNDB
viernes, 16 de junio de 2017
Dos poemas de Jaime Siles, que pertenecen a su poemario Música de agua, y que por cierto es uno de sus poemarios que más quiero y que he exprimido con deleite al aire en los días cada vez más lejanos de El Monte Análogo Radio... Sigue el FIP este atardecer de viernes 16 de junio con lecturas varias y mañana y pasado con bombos y platillos...Gracias Mariano Rolando Andrade por la foto de anoche en la velada "Poetas sin fronteras" acontecida en la SEA.. :) FNDB
MUSICA DE AGUA
El espacio
-debajo del espacio-
es la forma del agua
en Chantilly.
-debajo del espacio-
es la forma del agua
en Chantilly.
No tú, ni tú memoria.
Sólo el nombre
que tu lenguaje escribe
en tu silencio:
Sólo el nombre
que tu lenguaje escribe
en tu silencio:
un idioma de agua
más allá de los signos.
FINAL
Ningún sonido o signo se te impone.
Nada de lo que eres
te invita a ser su voz.
En vano insiste.
Solo
este silencio firme te acompaña.
Este silencio
más tuyo ahora
que tu propia voz.
El invisible punto
ya ha llegado.
Ya sólo en ti
final
la transparencia.
más allá de los signos.
FINAL
Ningún sonido o signo se te impone.
Nada de lo que eres
te invita a ser su voz.
En vano insiste.
Solo
este silencio firme te acompaña.
Este silencio
más tuyo ahora
que tu propia voz.
El invisible punto
ya ha llegado.
Ya sólo en ti
final
la transparencia.
De Jaime Siles, Música de agua (1983. Madrid: colección Visor de poesía.)
jueves, 15 de junio de 2017
Anoche arrancó el FIP. Hoy jueves 15 de junio sigue a doble jornada de lecturas desde las 11:30 en el Mercado del Progreso (Caballito) "Poetas con megáfono" y por la tarde desde las 18:30 "Encuentro sin fronteras" en la sede de la SEA (Once). ¡Son todos bienvenidos! :)
domingo, 11 de junio de 2017
viernes, 9 de junio de 2017
Imperdible noche de viernes 9 de junio y albores de sábado 10 en la porteña zona de "St. Elmo´s Fire" donde en algún momento del show de Carlos Alonso puede que irrumpa en la órbita de su galaxia UXU para declamar algunos de mis versos favoritos de Evgueni Evtuchenko (Nizhneúdinsk, provincia de Irkutsk, 18 de julio de 1932 -Tulsa, Oklahoma, Estados Unidos; 1 de abril de 2017) y honrar así su memoria e ir precalentando el inminente FIP -versos de E. E que por cierto he archi fogueado en el cada vez más hondo pozo del pasado con la inolvidable Trova Sureña y El Monte Análogo Radio- . "Nada sucede dos veces", muy buen arranque de fin de semana y nos VAMos viendo muy pronto! :) FNDB
jueves, 8 de junio de 2017
sábado, 20 de mayo de 2017
El final del poema, ensayo de Wálter Cassara que salió publicado originariamente en el número 21 -primavera 2010- de la revista Otra Parte y posteriormente en su libro de ensayos y crítica literaria "El oído del poema" publicado por Editorial Bajo La Luna en 2011:
Quisiera
empezar esta nota con un salto hacia el pasado. Crecí en un modesto barrio del
oeste bonaerense, cuya fisonomía social y cultural
había sido mayoritariamente trazada por italianos y españoles, y se mantenía
igual, allá por el pleistoceno de los años setenta y ochenta. Había una sola línea de colectivos
que pasaba con una frecuencia muy reducida, una sola escuela a la que íbamos
todos los chicos, una única casa de dos pisos a la que llamábamos mansión, y
había (era lo más exótico que teníamos) una tintorería atendida por un viejo y
misterioso japonés que nunca levantaba la vista de su prensa de vapor, y que
manipulaba la ropa con sumo cuidado, como si se tratara de personas enfermas.
Existía,
además, el almacén del gallego Simón, adonde yo solía ir a hacer los mandados
todas las mañanas con una pequeña libreta negra en la cual se iban apuntando
los gastos de la familia. Recuerdo que allí, en contraste con lo que ocurría
dentro del microclima hermético de la tintorería, la gente conversaba mucho
mientras esperaba su turno. Las mujeres, sobre todo, hablaban demasiado y de
cualquier cosa, saltando de un tema a otro con una agilidad sorprendente que a
mí —que siempre fui muy torpe con las palabras— me fascinaba. Pero me resultaba
casi imposible seguirlas.
Aquellas
mujeres, que podían intercambiar consejos sobre cocina y tejidos, del mismo
modo que podían comentar los chismes del barrio, encaramarse a un relato
sentimental o dejar caer de pronto un tajante veredicto ético mientras sostenían
una botella de aceite en la mano; aquellas mujeres —como bien lo sabía Puig— no
sólo eran verdaderas maestras en el uso del estilo indirecto libre, sino que
también mostraban un ingenio verbal y (¿por qué no decirlo?) un alto grado de
honestidad filosófica que las conversaciones masculinas —por lo general
estancadas en tres o cuatro tópicos obligatorios— retaceaban en pos de un
supuesto sentido común.
Lo
que ocurría en el almacén se reproducía, en una escala menor, en el interior de
mi casa, donde mi abuela y mis tías se pasaban tardes enteras charlando en la
cocina mientras tomaban mate y devanaban un ovillo de lana en un carrete de
madera. Me acuerdo del sonido del carrete girando una y otra vez; me acuerdo de
sus voces que también giraban al unísono, hilvanando los temas más insólitos,
hasta que empezaba a caer la noche y el volumen de las conversaciones decrecía
poco a poco, para luego disiparse por completo en la oscuridad. Del mismo modo,
a veces, cuando ya no quedaban más temas, mi abuela se ponía a recitar o a
cantar. Tenía una voz exquisita, muy afinada, pero su repertorio era un poco
básico: canciones infantiles al estilo de Sobre
el puente de Aviñón, Mambrú o La farolera, aunque también podía
despacharse con alguna pieza más sofisticada, como un tango o una zamba. Me
vienen ahora a la mente unos versos que durante mucho tiempo archivé en mi
memoria dentro del trillado repertorio de rondas y canciones de cuna
infantiles, pero que luego supe que pertenecían a un poema de Juan Ramón
Jiménez. El poema, que mi abuela solía recitar con una impostada entonación
andaluza, empieza así: “Verde verderol/ endulza la puesta de sol./ Palacio de
encanto/ el pinar tardío,/ arrulla con llanto/ la huída del río./ Allí el nido
umbrío/ tiene el verderol:/ Verde verderol,/ endulza la puesta de sol”.
Aun
sin saber que el misterioso y superlativo verderol del
estribillo se refería a un humilde pájaro silvestre (carduelis
chloris) tan común en Europa como el jilguero o el gorrión, e ignorando,
por supuesto, que esos versos pertenecían a uno de los más grandes poetas de la
península ibérica, ellos quedaron arrumbados en algún baúl secreto de mi
infancia, hasta que un día revolviendo en las bateas de una librería de usados
volví a encontrarlos, y fue algo así como volver a tropezar con un viejo y
querido juguete, o con una foto entrañable rescatada de la basura.
¿Dónde
empieza y dónde termina un poema? ¿Cuánto puede durar en la memoria de un
hombre? ¿Cómo llegaron aquellas líneas, escritas en tan prístino español, a
alojarse en la cabeza de mi abuela —descendiente de una familia de
napolitanos—, y luego pasaron a anidar en otra cabeza —la mía— ya invadida
totalmente por televisores Hitachi, pantalones nevados, la música de Michael
Jackson y los videogames?
Mi
abuela casi no sabía leer ni escribir. No obstante, como muchas personas de
baja instrucción nacidas a principios del siglo pasado, tenía un oído
prodigioso para la poesía y una fluida inventiva verbal. De todas maneras,
nunca se le hubiese ocurrido escribir un poema; quizás simplemente los versos
formaban parte de ella, eran átomos de su ser; quizás sólo los había guardado
en su memoria durante mucho tiempo, como otras personas recuerdan números de
teléfono obsoletos.
Mencioné
antes aquellos versos de Juan Ramón que mi abuela recitaba delante de su
máquina de coser cuando se quedaba sola, con la mente en blanco. También
hubiese podido recordar alguna estrofa de Muchacha
ojos de papel o La balsa en la
voz desafinada de Limbo, el juglar del barrio, que solía reunirse todas las
tardes con los muchachos en el kiosco de la esquina a tomar una cerveza y a
desgranar en su guitarra criolla, los temas clásicos del cancionero suburbano.
Visto
a través del prisma de estos casi treinta años de distancia, Limbo no era un
intérprete muy dotado, más bien todo lo contrario. Sin embargo, tenía ese
entusiasmo cautivante del aficionado que a veces puede conmover al auditorio
mucho más que un artista profesional. Eso sumado a su look ramonero (flequillo
hasta la nariz, campera de cuero y zapatillas Converse, toda una novedad para la época) hacía que uno pasara por
alto sus gorgoritos espantosos y sus nulas habilidades con las seis cuerdas.
En
todo caso, para mí representaba el principio en el que se sostenía, no una
moda, el buen o mal gusto de una época, sino una manera de pensar y de sentir
el mundo. Y lo trillado de aquellas canciones de la esquina que todavía hoy se
proyectan en mi recuerdo como quebradas volutas de humo, se revierte sobre sí
mismo para convertirse en un continuum
perfecto que se ajusta, con la precisión de un compás de cuatro por cuatro, a
mi propio devenir borroso en el tiempo. Creo que uno empieza a escribir
justamente por eso; por las grandes lagunas amnésicas que rodean las distintas
capas de su existencia; por no poder saberse par coeur tres o cuatro poemas perfectos, y porque uno, en el mejor
de los casos, es un juglar de barrio fracasado.
La
palabra verso viene del latín versus,
cuyo significado remite a giro, cambio de dirección, ir hacia adelante o hacia
atrás. De alguna manera, evoca el movimiento de un arado roturando la tierra, y
también ¿por qué no?, las huellas que dejan unos patinadores sobre una pista de
hielo, y asimismo el canal pronunciado que divide los dos hemisferios
cerebrales, o los trazos de una melodía crujiendo entre los surcos de un disco
de vinilo...
Quizás
un poema, más allá de su última línea impuesta, no tiene —no puede tener—
conceptualmente un final; a lo mejor, tan solo se termina, del mismo modo que
un camino puede desembocar de pronto en un barranco. Entonces, en lugar del
final de un poema, acaso sería mejor hablar de una caída o de un fading de la voz, una distensión en el
ritmo de las frases, un descenso enunciativo que al llegar al borde del último
verso, debería idealmente hacernos retroceder y devolvernos al comienzo. Y no
porque su lectura involucre un proceso circular o porque hayamos alcanzado un
clímax o una epifanía, sino tan sólo porque hemos sido llevados de las narices
hasta allí por la misma fuerza cohesiva del ritmo, y porque dicha fuerza está
perfectamente equilibrada, de manera que en ninguna parte resulta más débil o
más fuerte de lo que debería ser.
Si
algo falla en ese delicado mecanismo, si alguna línea o palabra cae por fuera
del campo magnético, el oído es el primero en advertirlo y reencauzarlo
intuitivamente, ya que bien pensado, en poesía, mucho más que de escribir, se
trata de escuchar. Y es sólo el oído quien dicta el tono, la longitud exacta,
la dirección semántica y, por lo tanto, también el final del texto. Y no se
trata del oído musical (¿qué diablos querrá decir eso?) ni del oído
estrictamente fisiológico, sino más bien de una forma de audición intermedia
entre ambos, donde el tímpano funciona como un radar ultrasensible, ubicado
estratégicamente en el centro de ese laberinto opaco que es el lenguaje; un
radar o una antena de altísima precisión acústica que capta, de pronto, un
sonido viscoso, una nota cualquiera, un golpecito inarticulado que nos hace
(como un perro que oye un silbato) parar las orejas y localizar la primera
línea: ese primer verso dado o robado que corta con el ruido blanco que se
agita dentro de cada uno, y pone a la voz, por fin, en el camino de su
elocución.
Creo
que uno de los poetas que más trabaja con el oído en la actualidad se llama
Nicolás Domínguez Bedini. Paradójicamente, padece una hipoacusia bilateral
congénita y es disc-jockey de profesión. En el poema
que da título a su libro Decirte al oído,
él mismo se presenta
así: “Soy el Dj sordo/ que hace bailar
a las suegras en los casamientos// ¿No es maravilloso?”
Pero,
además de poeta, Bedini es un excelente
performer: hay que verlo parado sobre el escenario, vestido
ocasionalmente con su ropa de fajina (camisa blanca, saco gris y corbata azul
marino, al estilo de los viejos pinchadiscos de barrio), recitando sus poemas
enganchados, con la única compañía de un micrófono y un fajo de papeles, casi
como un solitario comediante stand-up,
para advertir que la risa que parece postular este brevísimo texto, tiene como
verdadero corolario un doblez hiriente.
No
le hace falta descender a la tierra de los muertos ni taparse con cera los
oídos o encadenarse al mástil de un barco: a semejanza del Ulises del relato de
Kafka, el personaje que habla en los poemas de Bedini sabe muy bien que las
sirenas tienen un arma de seducción más terrible que el canto: el silencio.
Detrás de ese remate irónico (“¿No es maravilloso?”), la interrogación
suspendida da paso, de pronto, al silencio de lo real que envuelve como una
ventisca helada nuestros pabellones auditivos. Una parte de la reverberación
lúdica de esta frase parece como si quedara rebotando sobre nuestra cabeza y
quisiera volver hacia la fuente de la que procede, y la otra parece romperse en
un grito arrebatado o en el áspero silbido de un acople que pone en primer
plano la sordera, la propia y la de los otros, como un testimonio de la
enajenación o cosificación del lenguaje en tanto herramienta perceptiva de la
realidad.
W.
H. Auden dijo alguna vez que todas las canciones de Apolo no eran más que
felices impromptus en la mandolina de un amateur.
Para Bedini, el aire parece estar hecho de música, una música naif y repentina
que puede brotar en los lugares más impensados: una panadería, un supermercado
o un lavadero de ropa, como pequeñas epifanías cheeverianas que nos embisten de
pronto y casi nos obligan a arrodillarnos, encender una vela y ponernos a rezar
frente a la góndola de los perfumes o de los embutidos, como si estuviéramos
dentro de la catedral de Notre Dame.
En
un libro aún inédito, Sueño con lavadoras,
la poesía de Bedini resume el canon de la canción pop perfecta, en el aura de
una vieja marca de galletitas (Manon) cuyo sólo sonido evoca la ternura de una
infancia acunada por puras fantasías acústicas, bucólicos jingles publicitarios
o fragmentos de un kitsch onírico: “No me quise
despertar/ estaba soñando con una canción pop perfecta/ y con la Reina del Emporio de las
Galletitas.// Incluso, el estribillo de la canción/ repetía incesante la
palabra Manon/ cada tanto.// Y en la
abarrotada sala de conciertos/ todo el mundo tarareaba Manon, Manon…/ y sonreía
con dulzura”.
Adhiero
a la teoría de Valéry que dice que “un poema no existe más que en el momento de
su dicción”, y sólo puede ser aprehendido plenamente cuando está “en acto”. Y
el desarrollo material de este acto
no se parece a ninguna otra cosa: no se puede segmentar en capítulos como una
novela, ni en planos como una película, ni siquiera se puede dividir en
sustantivos y adjetivos o en sílabas y acentos.
Sin
embargo cabe preguntarse ¿en virtud de qué atributos extraordinarios un poema
no puede reducirse, como cualquier otra disciplina artística o género
literario, a un juego convencional de normas y procedimientos, entre los cuales
se incluiría, por supuesto, la idea básica de que puede tener un comienzo y un
final? Si hasta la danza —que para Valéry representaba la condición poética por
excelencia—, puede ser vista como una mera sucesión de figuras retóricas
ensambladas en un espacio-tiempo determinado ¿por qué el poema, que trabaja con
un material mucho más cotidiano como son las palabras, no admitiría un régimen
analítico similar? Creo que la clave estaría en pensar el poema —como de hecho
lo hace el autor de Eupalinos—, no en los términos estrictos de la
danza, sino en los de un “andar en cadencia”, un movimiento coordinado del
cuerpo y el intelecto, un trajinar entre el sonido y el sentido cuyo corolario
inmediato puede llevar o no a la escritura, pero cuya finalidad última es
“crear un estado, un tiempo y una medida del tiempo que no pueda distinguirse
de su forma de duración”.
jueves, 18 de mayo de 2017
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