lunes, 2 de abril de 2018
Cinco fragmentos de “La herida es el comienzo” primera novela del artista plástico, poeta y dramaturgo Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968):
29.
Manhattan
Los remolques vacíos y
los silos de carga abandonados, a la sombra todos de la curva que el puente
traza sobre mi cabeza, se me ofrecen como imagen de la calma. Hay una luz, como
de acuarela, casi cenital, brutal. Y sin embargo hay también una neblina que desdibuja
el otro lado del puente y el puente mismo. La misma neblina que desdibujaría mi
sombra sobre el asfalto, si es que esto fuera posible, bajo esta luz casi
cenital, brutal, en un momento en el que, como en éste, todo parecería, como
así parece, la imagen de la calma aunque no lo fuera, aunque no lo sea. La
sombra desvanecida, de nuevo. La imagen que queda de la sombra, que no es la imagen
de la calma.
Sigo recorriendo los puentes, sigo
siendo el paseante de las dos orillas, de todas las orillas, sigo buscando por
entre las ciudades.
35.
le Quai
Recorro el Quai des
Grands Agustins. Podría ser cualquier otro lugar y sin embargo es éste, ahora,
el único posible. La tarde tiñe el puente y las mansardas, las chimeneas y las
barcazas. Qué oscuras, sin embargo, la escalera que desciende por las sombras
hasta el muelle.
Tan sólo puedo pensar en las preguntas
no respondidas por Marcel, en las anotaciones que, de su cuaderno, no he leído
nunca, aunque muchas de ellas, creo recordar, las hayamos compartido.
No hay nadie, ahora, en toda la curva
que el muelle traza hasta debajo del puente. Preferiría que las punteras de is
botas acariciasen, desde lo alto de los tejados, el vacío luminoso que se abre
sobre el Quai des Grands Agustins. Preferiría, desde allí, dejarme caer al río
que fluye bajo los puentes como el amor, como así cantó el paseante de las dos
orillas.
58.
en una habitación vacía
Me gustaría poder
llenar de palabras todas sus paredes, el techo, cada uno de los ángulos muertos
que, ahora, permanecen en sombra. Quisiera poder escribir en todo el suelo, en
el alféizar de la ventana, en el canto de todas las molduras. Desearía grabar minúsculas
letras en los cristales de la ventana, labrarlas en su marco, gritarlas al
vacío. Llenado todo e irme arrinconando con mi propio texto imposible. O mejor,
romper ese cristal de la ventana y arrojar al bosque todas las palabras, una a
una, hasta volver a vaciar la habitación de todas ellas. He visto, con el
tiempo, a alguien que, minuciosamente, ha dejado la habitación sin nada,
alguien que ha borrado todo lo que pudiera haber habido en ella o simplemente
que no ha colocado lo que pensaba haber puesto allí. Si pensó en poner en
escena a un hombre no lo ha hecho. Tan sólo queda conmigo en esta habitación
recién pintada, recién escrita o recién borrada. Tan sólo conmigo tratando de
reescribir aquello que, según dice Marcel, fui y soy, aunque quisiera, como
dice, dejar de serlo.
71.
al fondo
He vuelto solo, sin
Marcel ya, a la habitación del viejo pintor americano cuando era joven. Ahí
siguen el pintor y la modelo en la penumbra de esa habitación que, sin embargo,
parece luminosa. El pintor sigue afanado en arañar con pinceladas el cuerpo de
la muchacha, su carne, la vida. Ella continúa expuesta a la mirada de él,
ofreciendo el cuerpo, la carne, la vida con una dulzura que ilumina el rostro
del pintor, la mano de él con el pincel a la altura de la cara, el pincel, el
lienzo, la habitación.
No sé si logrará, él, pintar aquello
que se ha propuesto, tal vez la belleza verdadera y exacta de ese cuerpo, acaso
la verdadera y exacta belleza de todos los cuerpos.
87.
madrugada de domingo
Escucha ahora, del
amanecer, el silencio, dice Marcel. El silencio, repite. El silencio.
De Miguel Ángel Ortiz Albero La herida es el comienzo (2010.
Zaragoza: Editorial Comuniter. Colección Voces de Margot.)
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