UN PINTOR DE DOMINGO
Para
Margot Portela Parker, pintora
YO SALGO los domingos a pintar. Ya he pintado
la plazuela del pueblo,
la mancha colorida de la gente
que vaga alrededor del quiosco de la música,
las callejas tranquilas con el sol de la siesta,
los patiecillos pobres agobiados de tiestos,
las ventanas floridas con las mozas hablando,
a la luz de la luna, con los novios,
el campo con sus huertas y las norias
con sus mulas cansadas dando vueltas…
He pintado ya todo.
He repetido todo —¿cuántas veces? —,
bajo luces distintas,
durante más de treinta años… Hoy
—cualquier
motivo es fácil para mí —
yo quisiera
alejarme del pueblo… Es casi el alba… Tengo
un burrillo prestado… Hará un hermoso día…
Un domingo radiante de primavera… ¡Vamos!
El río está muy lejos… Pocas veces
lo pinté. Es un buen tema,
casi desconocido
para los que en el pueblo
compran mis cuadros… Nunca,
me lo confieso ahora,
atino con el agua…
¿Los reflejos? Difíciles…
Mucho más todavía si los árboles
mueven sus verdes en las ondas… Quiero,
hoy que seguramente no va a mirarme nadie,
conseguir esa clara trasparencia
que no logré jamás… Será mi obra
maestra… Ya la veo…
No, no la venderé por nada… aunque el notario,
mi mejor comprador, se empeñe… ¿Qué? ¡Por nada!
Es para mí… ¿Venderla? Ni por todos
los tesoros del mundo…
La cederé, a mi muerte,
a algún museo… ¿A cuál?
Lo pensaré despacio… ¡Alerta! El río.
Traigo un cartón más grande que los otros…
No, no será un apunte… Tengo tiempo
para estudiar las cosas…
la tonalidad justa
del agua… los matices
del verde… el infinito
cobalto de los cielos…
Fijaré la hora exacta,
el instante supremo del paisaje,
antes que el sol me mueva
las sombras y ya todo sea distinto…
Un islote en mitad de la corriente,
con tres álamos blancos en el centro…
Ondula el agua azul,
llena de toques níveos y esmeraldas…
Un álamo, batido por el aire,
tiende sus ramas casi hasta la orilla…
Al fondo, nada: prados solitarios,
punteados de flores… ¡Buen motivo!
Mancho el cartón de prisa…
Los claros… los oscuros…
que hoy no lo son… ¡Qué veo?
¿Hay sombras lilas, sombras azuladas?
¿No eran acaso siempre
negro de humo, tierra tenebrosa,
siena tostado? ¿Qué sucede hoy?
Es mucho el sol… Tal vez
el resplandor del agua…
No hay más que luz… Corrijo…
Raspo… Comienzo… Borro… No hay perfiles…
Un tamiz ya azulado o ya violáceo
lo vela todo igual que si metiera
un fanal de neblina en el paisaje.
Anda la luz… No sé cómo apresarla…
¡Detente un poco! ¡Espérate!
¿Cómo correr detrás de ti? ¡Detente!
¡Oh, qué desdicha! Pero…
¿Quién me está hablando?
—Escúchame.
—¿Quién
me está hablando?
—Yo
—¿Habla
la luz?
—No,
mírame.
Yo soy la luz: el álamo,
Estás sufriendo. Aguarda.
Los ojos del pintor han cambiado.
Acaban de nacer. Han recibido
de la mañana un luminoso rayo.
Cierra los tuyos un momento. Espera.
Mi sombra no es oscura. La derramo,
sobre el azul del agua,
en verdes, lilas, amarillos albos,
partidos, en el ir de la corriente,
por mi tronco morado.
Me tiñe el cielo de su azul, yo al cielo,
de mis múltiples tonos lo contagio…
Abre los ojos… ¿No es así? Sonríe…
—¿Sonreír? Nada veo… ¿Qué has pintado?
¿Ésa es mi obra? Dime.
¿Dónde están los tres álamos?
Cielo, ramas y río, todo es uno.
Solamente colores y sobre un mismo espacio.
¿No estaré loco yo, no estaré loco?
Ciego y confuso, ¿no estaré soñando?
Pero… ¡Señor, parece que ya veo!
¿Será así? No es posible… Y sin embargo…
Los colores se juntan… Se separan…
Se vuelven a juntar… Todo parece claro…
¡Arre! ¡Camina! ¡Al trote! ¡Vamos pronto!
¿Será así? No es posible… Y sin embargo…
De El matador (Poemas escénicos) Rafael Alberti (1979. Barcelona: Editorial Seix Barral S.A.)
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