jueves, 22 de julio de 2021

BREVE CRONOLOGÍA, un relato de Paul Gadenne (1907, Armentières, Francia – 1956, Cambo-les Bains, Pirineos Atlánticos) traducido por Silvio Mattoni y que cierra “Escenas en el castillo”, el tomo de relatos completos de Paul Gadenne editado en su momento por la editorial El cuenco de plata:

 



BREVE CRONOLOGÍA

 

     Habré tenido tres, cinco, siete años. Vivíamos en una ciudad cerca de la frontera. Al final de cada semana, íbamos a visitar a mi abuela. La “veranda”, una especie de invernadero, miraba hacia la ruta nacional. Plantas trepadoras, plantas colgantes, begonias por todas partes. Yo estaba asombrado ante tal abundancia de pétalos rosados, delicados, lustrosos, que parecían valvas de moluscos. Recuerdo el olor de la pieza, olor a reseda, olor a café, olor a aburrimiento.

     Había un jardín. Ningún jardín del mundo me parecía más real alguna vez. Ahí perseguía al perro de mi abuelo, una especie de lebrel con manchas rojizas, de dientes largos y brillantes. Un día, cambió de humor y me dio una profunda mordida en la rodilla. Yo estaba orgulloso. Fue mi primera cicatriz.

     A veces los domingos íbamos a misa a una gran iglesia de ladrillos. El ladrillo había pasado de rosa a negro con el tiempo, y los rezos, los cantos, las voces, todo era negro. Al volver, merendábamos con una fuente de pepinillos y café. Calles angostas, grandes adoquines. Pasos a nivel, trenes de carga, mucho humo y mucho hollín. ¡Y cuántas esperas! La tierra era plana hasta perderse de vista, aplastada por la paciencia.

      El cementerio también era objeto de paseos dominicales. Primero cruzábamos en el Lys sobre un puente colgante cuya armazón se veía de lejos. Después caminábamos y caminábamos; toda la vida, en todas partes, caminamos mucho, sumamos kilómetros tras kilómetros. Pero entonces caminábamos intensamente, durante largo rato; y yo tropezaba con los adoquines o me hundía en el barro de los senderos. El viento barría furiosamente esos espacios abiertos; sólo había árboles alrededor de las tumbas; dos o tres álamos que se anunciaban a distancia. Concluidas las devociones, ya sólo teníamos que dar un paso para cruzar la frontera, y volvíamos con los bolsillos lleos de chocolate con crema y con jalea de grosellas, cuyas barras encontrábamos al volver todas aplastadas en nuestros bolsillos.

      Esas visitas a sombras que no habíamos conocido y que no eran más que nombres en las conversaciones de los mayores nos parecían austeras. Pero en los demás días, las visitas a las personas vivas no eran a fin de cuentas mucho más alegres.

     En Lille, asistía al casamiento de un primo. Su mujer era hermosa, bien robusta. Comida, baile, en una especie de palacio de cristal. Creía estar viendo el paraíso, se parecía al paraíso que me habían contado. La gratuidad del servicio de comida en particular me parecía completamente prodigiosa. Estaba conmovido, embelesado; nunca había visto nada tan bello, tan admirablemente organizado; salvo cuando el fotógrafo de la plaza mayor había matado a su amante por medio de una ingenioso dispositivo colocado dentro de su máquina (era la época en que los fotógrafos escondían la cabeza bajo una gran tela negra de penitente). Cuando pienso en ello, todo parece que pasó en otro mundo. Aquel primo era un espléndido militar. Volví a verlo más tarde, en una trastienda, comiendo pan caliente con su joven esposa; ella se reía a carcajadas de la reprobación de su suegra que se preocupaba por sus estómagos.

     A él le dio una pleuresía y murió durante una kermés. Su habitación daba a la plaza, sobre el picadero. Fue en agosto. Un calor agobiante. Yo estaba impresionado porque me obligaban a quedarme en silencio; aunque estaba muy intrigado por los tubos de oxígeno que me recordaban la feria cercana.

    Al ir a buscar una bandera a la fábrica donde trabajaba mi padre, un 14 de julio, me agarré un dedo con una puerta y perdí una uña. La uña volvió a crecer, pero atravesada. Todavía llevo  conmigo ese recuerdo de mis actividades patrióticas. Pero sobre todo el potente olor de las bodegas, de la tela limpiamente apretada, alineada en forma de cilindros, esa embriaguez de aromas me inundaba la garganta. Aún hoy, cuando recibo un libro, lo abro en seguida para olerlo –y recobro mi primera infancia y las bellas hileras de piezas de tela a la luz azulada de los subsuelos.

     Algunas veces, por la mañana, mi padre tenía que ir a alguna fábrica en las afueras de la ciudad. Solía llevarme con él para que se transformara en un paseo. Yo lo acompañaba feliz a lo largo de caminos de escoria, paredes de ladrillos, rumbo a un horizonte de techos en forma de sierra, altas chimeneas y gasómetros. Cruzábamos puertas de chapa que chirriaban. El sol hacía relumbrar jovialmente los pedazos de vidrio encastrados en lo alto de los muros.

    A partir de allí, las cosas se tornan más sombrías.

    Un día, me escapo, cruzo la “barrera” de las vías; no me encuentran hasta la noche.

    Otro día, peleo salvajemente con mi hermana, le tiro el pelo.

    Otro día, atrapo una rana y le corto las patas.

  Todo lo cual, si hubiese muchos niños tan malvados, obviamente debería ocasionar una catástrofe en el mundo.

    Mi hermano estaba en un internado de curas en Bélgica. Empezaron a hablar de su regreso. Hablaban al respecto con caras serias, aires de secretos cuyo sentido se me escapaba.

     Un día, al final de la mañana, mi padre vuelve de la oficina muy preocupado; iba a haber guerra. No entendí. Mi hermana me explica, en pocas palabras, lo que es: se llevan a los hombres y les cortan las manos a los niños. Ante esa descripción subjetiva, todo el mundo empieza a llorar sobre su sopa.

     Unos días después, hombres encaramados en sus bicicletas, casas vacías… los trenes ya no salían más. Me cargaron con una bolsa de pan, y caminamos derecho hacia delante, en busca de la paz, por un hermoso camino inocente, pleno de sol y de muerte –yo, un chico animado por la aventura, contento de cruzar “la barrera” sin esperanza de retorno.


De Paul Gadenne Escenas en el castillo: Relatos completos (2008. Buenos Aires: El cuenco de  plata. Traducción y nota de Silvio Mattoni.)



















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