sábado, 11 de julio de 2020

Capítulo I de la Tercera Parte de “Una chica en invierno”, magnífica novela del también poeta y bibliotecario inglés Philip Larkin (Yorkshire, 1922-Hull, 1985) editada por Impedimenta con traducción de Marcelo Cohen:




I

Pero la nieve no llegó. El cielo se mantuvo inconmovible como un guijarro helado en la superficie de un estanque. En los despachos había que tener las luces encendidas y algunos trabajaban con el abrigo puesto. Los que miraban a través de las ventanas de pisos caros con calefacción central también veían árboles desnudos e inmóviles, barandillas heladas, anuncios del Gobierno medios borrados.
     En la ciudad, sin embargo, parecía más fácil olvidarlo. En primer lugar era sábado, y a la una casi todos quedaban libres para volver al hogar. Podían dar la espalda a la ventana y al pedazo de jardín y leer el diario junto al fuego hasta la hora del té.  Y si no tenían hogar, podían sentarse en grandes cines donde la oscuridad daba la impresión de atenuar el frío. Las cafeterías se llenaron temprano y los clientes se demoraban ante sus tés, echando colillas en las tazas vacías, reacios a afrontar el viaje hasta donde vivieran. A todo el que se encontraba en un lugar abrigado le costaba moverse. Los hombres se quedaron en los clubs, los salones de billar y los pubs hasta la hora de cierre. Los soldados, de mala gana, se sentaban en las salas de descanso de la YMCA a escribir cartas u hojear revistas atrasadas.
     Y, entretanto, se prolongaba el invierno. No era romántico ni pintoresco. La nieve, que en el campo tenía belleza, en la ciudad ya había envejecido. En pocos días las pisadas la habían convertido en un polvo marrón que las palas habían acumulado junto a las alcantarillas. Allí donde seguía incólume (en los edificios quemados, en los depósitos y los barracones del ferrocarril) volvía el paisaje aún más empañado y desolador. En las carbonerías se veía mujeres con cochecitos y grandes cestas, muchos viejos buscaban madera entre los escombros amontonados, en las salas de espera no había estufas. Los vendedores de periódicos, cargados con la edición de las tres, se resguardaban en las entradas de los bancos. En vez de decir algo del tiempo, los periódicos daban las listas de las carreras de caballos y los partidos de fútbol suspendidos.
     En una estación, la gente vio que un ordenanza entraba a la sala de espera y escribía en la pizarra que el tren de Paddington llevaba ochenta minutos de retraso.


De Philip Larkin Una chica en invierno (2015. Madrid: Impedimenta. Traducción del inglés a cargo de Marcelo Cohen. Imagen de cubierta From a Hampstead Window (1923) de Charles Ginner)





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