24 de mayo de 1980
A falta de
bestias salvajes, desafié jaulas de acero,
tallé los días
de mi condena y mi apodo de camastros y vigas;
viví junto al
mar, mostré mis cartas en un oasis,
y cené trufas
con pobres diablos vestidos de frac.
Desde lo alto de
un glaciar contemplé medio mundo, todo el ancho
de la tierra. Dos
veces me ahogué; tres dejé que escarbaran mi médula
con cuchillos. Abandoné
el país que me dio a luz y me crió.
Aquellos que me
olvidaron poblarían una ciudad entera.
Atravesé las
estepas que los hunos cabalgaron entre alaridos,
vestí los tajes
que hoy, en todas partes, están otra vez de moda.
Sembré centeno,
pinté con alquitrán los techos de chiqueros y establos.
Tragué de todo
menos agua seca.
Permití que en
mis sueños infectos y húmedos entrase el tercer ojo
de los
centinelas. Mastiqué el pan del exilio: es rancio y verrugoso.
Di a mis
pulmones todas las asonancias, salvo el aullido;
preferí el
susurro. Ahora tengo cuarenta años.
¿Qué puedo decir
de mi vida? Que es larga y abomina la transparencia.
Sufro si se
cascan los huevos, pero ante una tortilla vomito.
No obstante,
incluso cuando mi garganta esté llena de tierra
la gratitud
seguirá brotando de ella.
[1980]
Una fotografía
Vivíamos en una
ciudad color vodka congelado.
La electricidad
llegaba de lejos, de los pantanos,
y por las noches
la casa parecía
manchada de
turba y picada por mosquitos.
La ropa era
incómoda y traicionaba
la cercanía del
Ártico. Al final del largo pasillo
sonaba el
teléfono: volvía en sí de mala gana
una vez
terminada la guerra.
El billete de
tres rublos exhibía mineros y aviadores.
¿Cómo podía yo
saber que algún día
todo eso dejaría
de existir? En la cocina,
las ollas
esmaltadas infundían confianza en el mañana,
transformándose tercamente,
en mis sueños,
en cascos o
ejércitos marcianos. También los coches
marchaban hacia
el futuro: casi todos eran negros
o grises y a
veces –los taxis– marrones.
Es extraño y
poco agradable pensar
que ni el metal
conoce su destino, que la vida
se entregó a una
apoteosis de la empresa Kodak,
con su fe en las
copias y el descarte de negativos.
Cantan las aves
del paraíso, aunque no tengan
ninguna rama
donde posarse.
Postal
Hay tanta gente
en este país que polígamos y asesinos seriales
quedan libres de
todo cargo y sólo se informan las tragedias aéreas
(por lo general
en el noticiero de la noche) si los aviones
caen en el
bosque: las dificultades de acceso son más penosas
si vienen
acompañadas de preocupaciones ecológicas.
Rebosan los
teatros, tanto de público como de actores.
Nunca es un solo
tenor el que canta un aria:
suelen ser seis
al unísono, o uno tan gordo como seis.
Lo mismo puede
decirse del gobierno, con sus despachos
activos toda la
noche y turnos de trabajo como en fábricas,
prisioneros de
los censos. Todo es pandémico.
Lo que adora uno
es adorado por muchos,
sea por un
deportista, por un perfume o por una bouillabaisse.
Así, hagamos lo
que hagamos, seremos siempre leales.
Hasta la
naturaleza ha tomado nota del común denominador,
y cuando llueve –algo
poco habitual– las nubes no se quedan tanto
sobre las bases
del ejército o de la marina, sino sobre los cementerios.
De Joseph Brodsky Canción
de cuna y otros poemas (2012. Buenos Aires: Huesos de Jibia. Segunda
edición corregida y aumentada. Traducción de Daniela Camozzi y Walter Cassara.
Postfacio: Walter Cassara.)
https://nicolasdominguezbedini.blogspot.com/2020/08/dos-breves-secuencias-del-poeta-ruso.html
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