domingo, 23 de agosto de 2020
Dos breves secuencias del poeta ruso-estadounidense y Premio Nobel de Literatura en 1987 Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940- Nueva York, 1996) sobre sus visitas anuales a Venecia incluidas en “Marca de agua”…:
En invierno, especialmente los domingos,
te despiertas en esta ciudad con el repiqueteo de sus innumerables campanas,
como si detrás de las cortinas de gasa un gigantesco juego de té de porcelana
vibrara sobre una bandeja de plata en el cielo gris perla. Abres la ventana de
par en par y la habitación se ve de
inmediato inundada por una neblina
exterior, cargada de tañidos, mitad oxigeno húmedo, mitad café y oraciones. No importa
cuántas o qué clase de pastillas te hayas tragado esta mañana, sientes que
todavía necesitarías más. Por la misma razón, no importa tu grado de
independencia, lo mucho que hayas sido traicionado, la medida en que te
conozcas a ti mismo o que este conocimiento sea desalentador, crees que todavía
hay esperanza para ti o, al menos un futuro. (La esperanza, dijo Francis Bacon,
es un buen desayuno, pero una mala cena.) Este optimismo se deriva de la
neblina, de su parte de oración, especialmente si se trata de la hora del
desayuno. En días así, la ciudad, con todas sus cúpulas de zinc, que parecen
teteras o tazas a las que se hubiera dado la vuelta, y con el perfil inclinado
de los campaniles, que tintinean como cucharas abandonadas fundiéndose en el
cielo, adquiere un verdadero aspecto de porcelana. Por no hablar de las
gaviotas y palomas, que ora se perfilan con claridad, ora se funden con el
aire. Debo decir que, por bueno que este lugar sea para celebrar lunas de miel,
lo es también para divorcios, tanto si se encuentran en trámites como si ya han
sido consumados. No existe un mejor telón de fondo para perderse en un rapto;
con razón o sin ella, ningún egoísta puede brillar mucho tiempo en este
escenario de porcelana junto al agua cristalina, porque le roba el espectáculo.
Por supuesto, soy consciente de las desastrosas consecuencias que las
sugerencias que acabo de hacer podrían tener en las tarifas de los hoteles,
incluso en invierno. Sin embargo, a la gente le gusta más el melodrama que la
arquitectura, y no me siento amenazado. Resulta sorprendente que la belleza se
valore menos que la psicología, pero mientras las cosas se mantengan así podré
seguir viniendo a esta ciudad, lo cual significa hasta el final de mis días, y
me conduce a la generosa noción de futuro.
Quizá la mejor prueba de la existencia del
Todopoderoso sea el hecho de que nunca sabemos cuándo vamos a morir. En otras
palabras, si la vida fuera un asunto exclusivamente humano, vendríamos al mundo
acompañados de un término, o una frase, que indicarían la duración exacta de
nuestra presencia aquí, como se hace en los campos de prisioneros. El hecho e
que esto no suceda sugiere que el asunto no es enteramente humano, la
intervención de algo que desconocemos y sobre lo cual no tenemos control
alguno. Que existe un mediador que no está sometido a nuestra cronología o, por
el mismo motivo, a nuestro sentido de la virtud. De ahí todos esos intentos por
predecir o descifrar nuestro futuro, de ahí nuestra dependencia de médicos o
adivinos, que se intensifica cuando estamos enfermos o tenemos problemas, y que
no es sino un intento por domesticar –o demonizar– lo divino. Lo mismo se puede
decir de nuestra atracción por la belleza, la natural y la que es obra del
hombre, ya que lo infinito sólo puede ser apreciado por lo finito. A excepción de la gracia, las
razones de la reciprocidad son insondables, a menos que uno busque con
sinceridad una explicación benevolente de por qué le cobran tanto a uno por
todo en esta ciudad.
De
Joseph Brodsky Marca de agua (2005.
Madrid: Ediciones Siruela, S.A. Libros del Tiempo. Traducción de Menchu
Gutiérrez.)
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