miércoles, 9 de noviembre de 2011

Para ir agendando: el próximo lunes 14 en la librería Eterna Cadencia presentación de "El oído del poema", libro de ensayos de Wálter Cassara...


Al final del primer capítulo del libro "El oído del poema", más precisamente en un ensayo titulado "El final del poema", Wálter Cassara se refiere a mi poética. A continuación les copio un fragmento de dicho ensayo y será hasta el lunes que viene entonces. ¡Muchas gracias W.C.!
Nicolás



Y es sólo el oído quien dicta el tono, la longitud exacta, la dirección semántica y, por lo tanto, también el final del texto. Y no se trata del oído musical (¿qué diablos querrá decir eso?) ni del oído estrictamente fisiológico, sino más bien de una forma de audición intermedia entre ambos, donde el tímpano funciona como un radar ultrasensible, ubicado estratégicamente en el centro de ese laberinto opaco que es el lenguaje; un radar o una antena de altísima precisión acústica que capta, de pronto, un sonido viscoso, una nota cualquiera, un golpecito inarticulado que nos hace (como un perro que oye un silbato) parar las orejas y localizar la primera línea: ese primer verso dado o robado que corta con el ruido blanco que se agita dentro de cada uno, y pone a la voz, por fin, en el camino de su elocución.

Creo que uno de los poetas que más trabaja con el oído en la actualidad se llama Nicolás Domínguez Bedini. Paradójicamente, padece una hipoacusia bilateral congénita y es disc-jockey de profesión. En el poema que da título a su libro Decirte al oído, él mismo se presenta así: “Soy el Dj sordo/ que hace bailar a las suegras en los casamientos// ¿No es maravilloso?

Pero, además de poeta, Bedini es un excelente performer: hay que verlo parado sobre el escenario, vestido ocasionalmente con su ropa de fajina (camisa blanca, saco gris y corbata azul marino, al estilo de los viejos pinchadiscos de barrio), recitando sus poemas enganchados, con la única compañía de un micrófono y un fajo de papeles, casi como un solitario comediante stand-up, para advertir que la risa que parece postular este brevísimo texto, tiene como verdadero corolario un doblez hiriente.

No le hace falta descender a la tierra de los muertos ni taparse con cera los oídos o encadenarse al mástil de un barco: a semejanza del Ulises del relato de Kafka, el personaje que habla en los poemas de Bedini sabe muy bien que las sirenas tienen un arma de seducción más terrible que el canto: el silencio. Detrás de ese remate irónico (“¿No es maravilloso?”), la interrogación suspendida da paso, de pronto, al silencio de lo real que envuelve como una ventisca helada nuestros pabellones auditivos. Una parte de la reverberación lúdica de esta frase parece como si quedara rebotando sobre nuestra cabeza y quisiera volver hacia la fuente de la que procede, y la otra parece romperse en un grito arrebatado o en el áspero silbido de un acople que pone en primer plano la sordera, la propia y la de los otros, como un testimonio de la enajenación o cosificación del lenguaje en tanto herramienta perceptiva de la realidad...

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