viernes, 10 de septiembre de 2021

Dos momentos de “Contemplar el océano”, novela del compositor, cantante y escritor francés Dominique A (1968, Provins, Francia), traducción de Ariel Dilon:

 



Abro los ojos. Aún no se ha hecho de día, oigo la lluvia. No importa qué hora sea, sé que mi noche terminó. Siento escaparse mi sueño y no lo retengo. Nunca me ha gustado acordarme de mis sueños, ni que los otros me cuenten los suyos.

 

Pongo la radio muy baja en la cocina en la cocina para no despertar a nadie. Capto sólo algunas palabras al vuelo. Estoy sentado a la mesa, con un diario abierto, que leo sin saltear ninguna página. Es el momento que prefiero; me veo como un sereno, protegiendo el sueño de los míos. No puede sucederles nada, porque yo estoy despierto.

 

La lluvia redobla su intensidad.

 

Ahora, ya se hace de día y no me he movido. Oigo la calle que se anima, y extraño el silencio, que solamente mi radio contrariaba. Voy a tener que actuar, justificar mi presencia en este mundo.

 

Retraso el momento de despejar la mesa, de poner los cubiertos e ir a despertar a mi compañera y a mi hijo.

 

Le temo entonces a ese vértigo que me asalta algunas veces, el sentimiento de vacío que experimento al despertar. Esa insatisfacción.


Mirar el agua

 

Tengo necesidad de ver el agua. De preferencia el mar o un río, en última instancia un lago. Es algo que me vino con el tiempo. Esta necesidad de sentir el agua cerca, ante mis ojos cuando abro la ventana.

 

Nací en la llanura, pasé largos años ahí. Cuando me fui, aspiraba a los relieves y a la profusión de rocas, de vegetación. Luego viví a la orilla del mar y me di cuenta de que amaba la horizontalidad, justo cuando la perturbaba el movimiento de las olas.

 

Paisaje a la vez movedizo y estable, cuyos arrebatos están como regulados por la línea del horizonte. Frente a él, me sentía emplazado, experimentaba la consistencia del suelo, y mi propia adhesión a él.

 

Evitaba caminar por la playa con la marea baja, que atenuaba la separación entre tierra y mar, como la resolución decepcionante de un enigma. O cuando fuertes lluvias borroneaban la línea del horizonte.

 

Después viví por un tiempo en una ciudad del interior del país. Los cursos de agua que algunas décadas atrás la atravesaban habían sido desviados, en razón de los olores pestilentes de los canales durante el verano. Viejas fotos mostraban la ciudad inundada, con gente sobre improvisadas balsas. En esa época, yo estaba irritable, como presa de una ausencia.

 

Hoy vivo a la orilla de un río. En la otra margen, una grúa oxidada, edificios abandonados, medio ocultos por los árboles. Esa vista me obsesiona. El río aísla la orilla opuesta, subraya su fijeza, la inutilidad de los lugares, y pasa, disuadiendo de emprender lo que sea.

 

Tenerlo ante mis ojos me arranca de mí mismo. Los movimientos que lo agitan son ajenos a los míos. No he vivido nada decisivo junto al agua, ningún encuentro, ninguna separación. Como si ella me prohibiera semejantes desbordes. Como si aplanara la existencia. La redujera a esta única necesidad: mirarla.

 

Mirarla y ya no ver otra cosa que la luz que modela en continuado, estimulada por la corriente.

 

Cuando pienso en una muerte ideal, me imagino sentado en un banco de cara al océano, o detrás del vidrio de un café al borde del mar. Solo.


De Dominique Ané Contemplar el océano (2016: Buenos Aires: Fiordo. Traducción de Ariel Dilon.)






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