jueves, 4 de noviembre de 2021

Algunos fragmentos de La golondrina roja , maravilloso libro de Jean-Michel Maulpoix (Montbéliard, Borgoña, 1952), editado a mediados de este año por la editorial Huesos de jibia:

 


























“(...) 


Murió en noviembre, y me hubiera gustado un poco de nieve para él -espesa y sorda-, cayendo en copos densos. De esa hermosa nieve blanca que lleva al silencio o a hablar en voz baja, y bajo la cual la muerte sabe esperar, vacía de gestos y de palabras inútiles.

     Un trineo, unos perros: ¿por qué me llegan esas imágenes y desde dónde? ¿Desde el fondo de qué lecturas de infancia, donde mis razones de ser encontraron refugio?

     Si yo fuera músico, sabría cómo hablarle aún: apoyaría la cabeza y las manos de manera muy diferente contra la madera; quizás hasta podría hacer bailar o llorar a ese pueblo lúgubre y leve de las sombras del más allá.

     Pero ahora no me queda más que escribir. Regalar un ramo de flores de tinta a la ausencia: estas prosas, la voz que me es propia, y nada más.



Lo acompaño: bajo hasta el pozo de la noche.

     ¿Cuánto tiempo tardaré en reunirme con él? ¿Cuántos días?

     ¿Pero por qué no cerró los ojos en Navidad? ¡La noche más hermosa, la más cubierta de estrellas y de risas infantiles!

     ¿Qué percibió él aquella noche, la suya, luego de caer cuan largo era en el pasillo?

     Nuestra necesidad de palabras es respiratoria.

     ¿Cuándo llega, pues, la edad en que la sangre se retira del rostro y la piel toma el color de los papeles viejos?

     Nuestra vida se acaba con fotografías y cartas dobladas en una caja de metal o de cartón.

     -Amigos, ¡cuando lean estas líneas no se pongan tristes!

     Entiendan simplemente que cada uno hace lo que puede.

     Pero, a menudo, el amor no sabe cómo expresarse. Y entonces ocurre que sigue caminos oscuros.



Desliz matutino sobre los campos helados. Paisaje mercurial; la bruma flota y se aferra a los árboles en las márgenes del río; el pasto emana un color gris luminiscente: desvela y alumbra. ¿Es acaso la saliva de los muertos la que derrama -en el verde- esos destellos pálidos, azulinos? ¿O es la mirada que aún arde bajo las pupilas de papel? Así viajamos a veces por un más allá, sin saberlo. Llevados hacia lo desconocido por torrenteras vertiginosas.

     Cuando voy en auto por rutas provinciales, descubro a veces, atado a un poste eléctrico  o a una tapia de piedra, un ramo de flores algo marchitas, unidas por una cinta. No se trata de un monumento, no es una tumba: se trata sólo de un amor, de un dolor inmenso. Allí se ha malogrado una vida. Una mañana de primavera quizás. Alguien, al borde del camino. ¿Hay algo más desgarrador que esto?



En otros tiempos, las libretas que siempre llevo en el bolsillo recogían los placeres furtivos de mis viajes: apuntes garabateados al vuelo para asentar mis hallazgos. Continúo haciéndolo ahora, sólo que dialogo con otros temas: la llegada del atardecer, la noche que se desliza sobre nuestros hombros, las sombras perdidas, los relojes parados y el soplo de aquellos cuyo corazón ya no late. Son mis cuadernos de duelo, como existe también el cuaderno de viaje o de vacaciones… Acabo de arañar el papel: del mismo modo en que un perro escarbaría en la tierra para dar con su viejo hueso, así desentierro en este cajón unas pobres imágenes donde la vida de otra época descansa en paz…

     ¿Cuánto tiempo durarán estos trabajos en la oscuridad? Quizás hasta que el gesto de escribir me resulte abominable, de tanto tensar la cuerda del amor que hay en mí… A menos que ese tiempo coincida puntualmente con el transcurso de mi propia existencia.



¿De qué serviría romper los relojes, girar las agujas y retrasar la hora? ¡De cualquier forma ha de llegar! Lo mismo da si uno ha despachado ya las valijas llenas de aflicción.

     Me gustaría poder retomar mi anclaje en el tiempo, acompañado por el final del día que vuelve la vida un poco más lenta: un aroma a lavanda, a glicinas o a rosas que bordean los muros; voces que se demoran en alguna charla; siluetas que circulan detrás de las ventanas de este café en donde la tinta ha encontrado refugio por unas horas. A la hora señalada, me gustaría poder decir, en lo posible con voz bien clara, que amé con pasión este mundo, amé la vida y a mis semejantes, y que no me arrepiento de haber elegido este camino. ¿No es esto lo más valioso que podría alcanzarse con el poema: atestiguar la cohesión y la hermosura de la existencia terrenal, en vez de andar rumiando en la tinta el sabor de las cenizas?



¿Cómo podría afrontarse el desamparo si no es con el amor? El color mismo de nuestra vida y el poder de resistencia de nuestros afectos. La golondrina-amor vuelve con la primavera, unas gotas de tinta en el corazón.

        Páginas blancas y tapas negras, así es la pequeña libreta que llevo conmigo cuando me voy: justo del tamaño de una golondrina.

        La escritura: como quien escucha los latidos de esa ave de vuelos afiladísimos, vestida para no se sabe que ceremonia... A pesar del frac y la camisa blanca, lo siguen considerando todavía rústico.

        Una golondrina roja colgada -como un medallón- de una cadenita de oro, con la cabeza hacia abajo, y un racimo de grosellas -o una cereza- en el pico.



Ahora mi vida ya no tiene principio, flota libre de toda sujeción, desprendida de cualquier vínculo. Es lo que siempre había sido, pero que yo no alcanzaba a ver: la vida de un hombre común y corriente, emergido de ninguna parte, procedente de esa nada a la cual está obligado a regresar.



Anoche tuve un sueño extraño…

     Rimbaud en la autopista, sorprendido en exceso de velocidad por un radar fijo… Velocidad de inventiva y de vértigos, que se salta las conexiones, tomando atajos imprudentes a través de los bosques y los campos, a través de las provincias y la adolescencia. De manera tal que la frase se hace poema, ya que el poema -lo sabemos- es cuestión de régimen y velocidad de la lengua. La velocidad-Rimbaud deja poco o ningún espacio a la melancolía de la escritura, con sus alejamientos, sus cambios bruscos y frenazos; más bien ella trata de apoderarse, en estado de embriaguez, de aquello cuya pérdida o carácter inaccesible los demás lamentan: es puro rapto o robo. Con el sol en la bragueta, él escribe para la luz del verano.


(...)”



De Jean-Michel Maulpoix La golondrina roja (2021. Buenos Aires: Huesos de jibia. Edición bilingüe. Traducción de Omar Emilio Spósito con la colaboración de Wálter Cassara.)







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