domingo, 6 de septiembre de 2020
LA LETANÍA DEL DOMINGO, un poema de Horacio Rega Molina (San Nicolás de los Arroyos, Argentina, 1899- Buenos Aires, Argentina, 1957):
LA
LETANÍA DEL DOMINGO
Como
es día domingo, por la ciudad me pierdo,
busco una calle muerta para mi propia fe.
La calle tiene un nombre que ahora no recuerdo
porque en un mismo sueño lo supe y lo olvidé.
La calle es como un niño que por la vez
primera
busca sin esperanzas un juguete perdido;
su manera de hablar fue antaño mi manera
y su cabeza rubia yo también la he tenido.
Tristeza
del domingo. La soledad me agobia
y de improviso siento la pena singular
de que sin conocerla, yo he tenido una novia
que en este mismo instante me ha dejado de amar.
La calle
se ha llenado de parejas furtivas…
un ómnibus vacío, compendia mis dolores,
y siento que las únicas manos caritativas,
son las manos de bronce que hay en los llamadores.
El domingo
es el drama del hastío y de ocio
es un palo vestido con cintas y sonajas.
Deseo madrileño de poner un negocio
con un billar de lance y un mazo de barajas.
Es como
esos jardines que hay en los hospitales.
Es la vulgar cadencia de una música en boga.
Tiene las etiquetas y los sellos usuales
de un frasco destapado que contuvo una droga.
Es, en
cualquier esquina, el bastón y el sombrero
de un burgués que se mira los botines lustrados,
y la satisfacción de un sobrio jardinero
que anda por una calle con árboles podados.
Aparece,
indeciso, al fin de semana,
cual de una bocamanga la mano de un enfermo.
Y es también un hortera con alma veneciana,
que va a remar, de tarde, al lago de Palermo.
Si adquiriera,
de pronto, contornos personales,
con la necesidad de ganar su peculio,
sería un vencedor de tarjetas postales
en una librería del Paseo de Julio.
Es uno
de los días más trágicos y crueles.
Triste como el desfile de Ejército y Armada.
(Hay también otro ejército con muchos coroneles,
y es el de Salvación, que no ha salvado nada.)
Domingo, el almanaque te anuncia al rojo vivo;
pero tú necesitas un color con sordina,
como un farol chinesco será decorativo,
pero la luz que arroja no viene de la China.
Yo lo
suprimiría, sin cargo de conciencia,
suprimiría el día y el hombre endomingado.
Pero es fatal como era ridícula frecuencia
con que se da un tropiezo en un patio alfombrado.
También
suprimiría la calle, en la que exponen
los árboles urbanos su edilicio follaje.
¿Qué será de la calle cuando ellos la abandonen
para formar más lejos, otro nuevo paisaje?
Guiñándome
su ojo de vidrio en la capota,
pasa un coche vacío reumático, terroso.
La luna sobre el cable de una esquina remota,
ha colgado su antiguo letrero luminoso.
Y el
domingo es como una lata de caramelos
que en el atardecer ha sido terminada.
La calle se proyecta, entre los rascacielos,
como una galería de ciudad sepultada.
Entonces
interpreto, bajo la trapisonda
de las calles lascivas y la innúmera gente,
los ojos enlutados de la mujer que ronda
y atisba, tras los vidrios del cafetín, un cliente.
El domingo
en estado comatoso y de fiebre
me ve, sin domicilio, caminar con desgaire;
he sido mi arquitecto, mi albañil y mi orfebre,
mas la ciudad no admite castillos en el aire.
Pero qué
importa; en medio de gritos y de fugas,
ya la edificación sin ruido se desploma,
y en un encogimiento de pliegues y de arrugas
la ciudad se desinfla como un globo de goma.
De el jabalí (2004. Buenos Aires: el
jabalí, revista ilustrada de poesía, número 14.)
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