Gozando
con fruición de la ruptura con el pasado inmediato –maldecimos La Escuela
Normal con todas nuestras fuerzas-, despreocupadas frente a un porvenir
nebuloso que empezará mucho después, en octubre, en la facultad, nos veo en una
libertad vacía. Más adelante, pensaré en aquellos meses de Inglaterra como en
un “domingo de la vida, el que lo iguala todo y aleja toda idea del mal”, según
Nietzsche. Un domingo inglés de 1960, vacío y ocioso.
…
Un
domingo por la tarde a finales de agosto o principios de septiembre de 1960,
estoy sentada, sola, en un banco de un jardín público cerca de la estación de
metro de Woodside Park. Hace sol. Los niños juegan. He llevado papel y pluma
para escribir. Estoy empezando una novela. Escribo una página, puede que dos. Puede
que solo una escena: una chica está acostada en una cama con un hombre, se
levanta y se va a la ciudad.
De ese
principio desaparecido me queda el recuerdo preciso de la primera frase: “Unos
caballos cabrioleaban lentamente a orillas del mar”.
En la
televisión, en casa de los Portner, había visto una escena que me había
impresionado mucho. Se veía, a cámara lenta, dos caballos adiestrados,
encabritados, evolucionando en una playa. Con aquella imagen quería sugerir la
sensación de estiramiento del tiempo y de enviscamiento del acto sexual. Si me
refiero a la novela muy corta que redacté dos años más tarde y que es la
continuación de aquel principio, no es la realidad de mi historia con H la que
quise contar, es una manera de no estar en el mundo –de no saber comportarse en
él-. Algo inmenso y borroso que explica quizá que no prosiguiera los días siguientes,
posponiendo sin duda a mi futura vida de estudiante de Filología (o de
Filosofía, dudaba a causa de Beauvoir)
la realización de mi novela. R. no supo nada de mi intención de escribir.
Estaba segura de que se empeñaría en convencerme de la locura de mi ambición.
…
En enero de 1989, fui a Londres un fin de semana, en compañía
de varios escritores, para un encuentro literario en el Barbican Centre. El domingo
por la mañana, que teníamos libre, cogí la Nothern Line hasta East Finchley, luego
el autobús y pregunté al conductor por la parada Granville Road, la más
cercana a la casa de los Portner. Antes de
llegar a la parada vi la Swimming Pool. Cogí la Kenver Avenue. La casa de los
Portner me pareció más pequeña y vulgar. En Tally Ho Corner , solo quedaba el
Woolworths. El tobacconist Rabbit
había desaparecido, así como el cine donde el cartel de Suddenly, last summer con
Elizabeth Taylor me había dado tantas ganas de ver la película (la veré diez
años después) y donde era posible comprar grandes paquetes de palomitas sin
entrar a la sala. Cogí el metro en Woodside Park. No recuerdo haber vuelto a
ver el jardín. Al regresar a casa escribí en mi diario: “Todos los
participantes en el coloquio se precipitaron a los museos y yo a North
Finchley, a mi vida pasada. No soy cultural, solo una cosa me importa,
aprehender la vida, el tiempo, entender y gozar”.
¿Es esa
la mayor verdad de este relato?
De Annie
Ernaux Memoria de chica (2020.
Madrid: Cabaret Voltaire. Traducción: Lydia Vázquez Jiménez.)
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